El rey de la tragicomedia
por José Tripodero
Dirección: Martin Scorsese
Guión: Terence Winter
Fotografía: Rodrigo Prieto
Montaje: Thelma Schoonmaker
Música: Robbie Robertson (selección de canciones)
Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Margot Robbie, Kyle Chandler, Rob Reiner, Jon Bernthal
Nacionalidad y año: Estados Unidos, 2013 Duración: 179'
La era DiCaprio direccionó el cine de Martin Scorsese hacia aguas algo
turbulentas, codeándose con una faceta más alejada de sus obsesiones y
recurrencias, en estos diez años y un poquito hizo una biopic aburrida (El aviador), una remake de un film
hongkonés (Los infiltrados), una de
terror psicológico (La isla siniestra),
una infantil (Hugo) y probablemente
su mayor fiasco (Pandillas de Nueva York,
con lo que se inició esta era). Parece ser que su homenaje, con Hugo, a la fantasía de los comienzos del
cine funcionó, además, a manera de impasse para tomar impulso y volver sobre su
propia cosmovisión, sin caer en la redundancia de hacer nuevamente una de
gángsters. La excusa, para desparramar todo el poder temático de su cine, es
una autobiografía del estafador Jordan Belfort, un yuppie que en un tris se
convirtió en un zar de Wall Street, entre fines de los ochenta y la década de
los noventa.
Belfort (Leonardo DiCaprio) es una variación de Henry Hill, el
protagonista de Buenos muchachos que encarnaba Ray Liotta, el cual
abría el film con el siguiente diálogo: “desde que tengo memoria siempre quise
ser un gángster”. La gran diferencia entre ese film que abría la década de los
noventa con El lobo de Wall Street es
el tono. Belfort al igual que Hill se cobija en una familia, aquí no de
italoamericanos sino de renegados que sin embargo comparten los códigos de la
mafia. La violencia está sustituida por el sexo, este es el gran trueque de
Scorsese, no hay trompadas o asesinatos a sangre fría para inocular respeto
sino un gran desenfreno por el sexo y las drogas. El joven Belfort recibe una
lección -a modo de manifiesto- de parte de Mark Hanna (el mejor papel de
Matthew McConaughey), un personaje que aparece sólo cinco minutos y que le dice
que el trabajo de corredor de bolsa sólo se puede hacer bajo los efectos de la
cocaína. Las drogas y el sexo omnipresentes en el relato tienen un tratamiento
tragicómico. La secuencia más álgida sobre las drogas que se consumen, es la de
Belfort y su ladero Donnie (un imposible Jonah Hill) en la que ninguno de los
dos pueden disponer de sus capacidades motrices.
Scorsese no necesita probar que tiene una fortaleza narrativa a prueba
de tiempos digitales, el relato sortea el molde del desenfreno automático, su
estructura de ascenso y descenso de un hombre, en el que aparecen las fuerzas
del orden, traidores y algún drama familiar, inevitablemente llevan a El lobo de Wall Street hacia los pagos
de la mencionada Buenos muchachos. Al
desenfreno como formalidad, Scorsese no adjunta una lectura crítica de Belfort,
su entorno y Wall Street por si acaso algún moralista se hiera los ojos al ver
por ejemplo a un culo gigante (lo que demuestra que Scorsese sigue haciendo
cine para ver en el cine) que ocupa casi toda la pantalla en un plano fijo, del
que surge unos segundos después Leonardo DiCaprio snifeando coca a lo Tony Montana. Todo en El lobo de Wall Street es una tragicomedia, no hay lugar para
pensar siquiera en una lectura sobre el último crack económico de Estados
Unidos, algo de lo que se han valido algunos bodrios como El precio de la codicia. En el último acto -esperable con ansías en
un film de estructura mafiosa marca Scorsese- llega ese punto de quiebre en el
que se descuajeringa todo el castillo construido. A riesgo de exceder la
comparación con Buenos muchachos,
Scorsese eleva la dosis de cinismo en un final (literalmente en un plano fijo
revelador con el que culmina la historia) del que el personaje no se rinde y no
doblega su ambición y codicia.
Es también un regreso del Scorsese más auténtico en sus rasgos formales
y retóricos: el zoom violento, los movimientos de cámara frenéticos, la música
(excelente selección del productor Robbie Robertson), la fotografía de época
que le da el tono “noventoso” al asunto, el vestuario y las actuaciones
secundarias (especialmente la “familia” de Belfort) pero lo más destacado es el
uso del flashback. Este recurso aparece (casi) siempre en el relato para
subvertir lo expresado en off por el protagonista, como sucede en la secuencia
del trayecto, del club de campo a su casa que hace el protagonista, luego de
haberse tomado unos psicofármacos añejos. La mano maestra del director
neoyorkino para manejar los tiempos, el pulso narrativo, revisitar sus motivos
formales para reagruparlos en una historia completamente funcional a su cine
ponderan a El lobo de Wall Street
como uno de los placeres más placenteros de los últimos años en una sala de
cine, lugar de resistencia para directores como Scorsese.
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