jueves, 2 de enero de 2014

Cine - Crítica

El rey de la tragicomedia
por José Tripodero

El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street)

Dirección: Martin Scorsese
Guión: Terence Winter
Fotografía: Rodrigo Prieto
Montaje: Thelma Schoonmaker
Música: Robbie Robertson (selección de canciones)
Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Margot Robbie, Kyle Chandler, Rob Reiner, Jon Bernthal
Nacionalidad y año: Estados Unidos, 2013 Duración: 179'

La era DiCaprio direccionó el cine de Martin Scorsese hacia aguas algo turbulentas, codeándose con una faceta más alejada de sus obsesiones y recurrencias, en estos diez años y un poquito hizo una biopic aburrida (El aviador), una remake de un film hongkonés (Los infiltrados), una de terror psicológico (La isla siniestra), una infantil (Hugo) y probablemente su mayor fiasco (Pandillas de Nueva York, con lo que se inició esta era). Parece ser que su homenaje, con Hugo, a la fantasía de los comienzos del cine funcionó, además, a manera de impasse para tomar impulso y volver sobre su propia cosmovisión, sin caer en la redundancia de hacer nuevamente una de gángsters. La excusa, para desparramar todo el poder temático de su cine, es una autobiografía del estafador Jordan Belfort, un yuppie que en un tris se convirtió en un zar de Wall Street, entre fines de los ochenta y la década de los noventa.


Belfort (Leonardo DiCaprio) es una variación de Henry Hill, el protagonista de Buenos muchachos que encarnaba Ray Liotta, el cual abría el film con el siguiente diálogo: “desde que tengo memoria siempre quise ser un gángster”. La gran diferencia entre ese film que abría la década de los noventa con El lobo de Wall Street es el tono. Belfort al igual que Hill se cobija en una familia, aquí no de italoamericanos sino de renegados que sin embargo comparten los códigos de la mafia. La violencia está sustituida por el sexo, este es el gran trueque de Scorsese, no hay trompadas o asesinatos a sangre fría para inocular respeto sino un gran desenfreno por el sexo y las drogas. El joven Belfort recibe una lección -a modo de manifiesto- de parte de Mark Hanna (el mejor papel de Matthew McConaughey), un personaje que aparece sólo cinco minutos y que le dice que el trabajo de corredor de bolsa sólo se puede hacer bajo los efectos de la cocaína. Las drogas y el sexo omnipresentes en el relato tienen un tratamiento tragicómico. La secuencia más álgida sobre las drogas que se consumen, es la de Belfort y su ladero Donnie (un imposible Jonah Hill) en la que ninguno de los dos pueden disponer de sus capacidades motrices.

Scorsese no necesita probar que tiene una fortaleza narrativa a prueba de tiempos digitales, el relato sortea el molde del desenfreno automático, su estructura de ascenso y descenso de un hombre, en el que aparecen las fuerzas del orden, traidores y algún drama familiar, inevitablemente llevan a El lobo de Wall Street hacia los pagos de la mencionada Buenos muchachos. Al desenfreno como formalidad, Scorsese no adjunta una lectura crítica de Belfort, su entorno y Wall Street por si acaso algún moralista se hiera los ojos al ver por ejemplo a un culo gigante (lo que demuestra que Scorsese sigue haciendo cine para ver en el cine) que ocupa casi toda la pantalla en un plano fijo, del que surge unos segundos después Leonardo DiCaprio snifeando coca a lo Tony Montana. Todo en El lobo de Wall Street es una tragicomedia, no hay lugar para pensar siquiera en una lectura sobre el último crack económico de Estados Unidos, algo de lo que se han valido algunos bodrios como El precio de la codicia. En el último acto -esperable con ansías en un film de estructura mafiosa marca Scorsese- llega ese punto de quiebre en el que se descuajeringa todo el castillo construido. A riesgo de exceder la comparación con Buenos muchachos, Scorsese eleva la dosis de cinismo en un final (literalmente en un plano fijo revelador con el que culmina la historia) del que el personaje no se rinde y no doblega su ambición y codicia. 

Es también un regreso del Scorsese más auténtico en sus rasgos formales y retóricos: el zoom violento, los movimientos de cámara frenéticos, la música (excelente selección del productor Robbie Robertson), la fotografía de época que le da el tono “noventoso” al asunto, el vestuario y las actuaciones secundarias (especialmente la “familia” de Belfort) pero lo más destacado es el uso del flashback. Este recurso aparece (casi) siempre en el relato para subvertir lo expresado en off por el protagonista, como sucede en la secuencia del trayecto, del club de campo a su casa que hace el protagonista, luego de haberse tomado unos psicofármacos añejos. La mano maestra del director neoyorkino para manejar los tiempos, el pulso narrativo, revisitar sus motivos formales para reagruparlos en una historia completamente funcional a su cine ponderan a El lobo de Wall Street como uno de los placeres más placenteros de los últimos años en una sala de cine, lugar de resistencia para directores como Scorsese.  



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