jueves, 10 de octubre de 2013

Cine - Crítica

La angustia
por José Tripodero

Gravedad (Gravity)

Dirección: Alfonso Cuarón
Guión: Alfonso Cuarón, Jonas Cuarón
Fotografía: Emmanuel Lubezki
Montaje: Alfonso Cuarón, Mark Sanger
Música: Steven Price
Intérpretes: Sandra Bullock, George Clooney y la voz de Ed Harris
Nacionalidad y año: EE.UU., Inglaterra 2013 Duración: 91'

El universo de Gravedad es más simple de lo que parece porque su tratamiento retórico parte del uso del plano secuencia, un recurso tan viejo como el cine. El primero de ellos comienza con un vacío que se va llenando con un astronauta, la Tierra a la izquierda de cuadro, luego una estación espacial y así, de manera progresiva, nos adentramos en el espectáculo de la iconografía espacial. La habilidad de Cuarón, aquí, se halla en el manejo del tiempo interno de esta secuencia, todos los datos brotan y se encadenan con la fastuosidad de un espacio casi inconmensurable. En esta integración entre relato y componentes visuales hay un equilibrio hasta que la situación rutinaria, que pertenece a este ámbito, de tres astronautas en el espacio se desmadra por un hecho extraordinario. Matt Kowalsky (George Clooney) es un astronauta en su última misión, Ryan Stone (Sandra Bullock) es una matemática que está en la tripulación casi por obligación y el tercer tripulante es alguien al que sólo se lo ve a lo lejos, sólo interactua con los otros dos a través de la comunicación por radio. Los tres quedan girando en el espacio infinito luego de una lluvia de chatarra espacial que los impacta. Matt logra zafar por su experiencia, mientras que Ryan queda varada lejos de la estación espacial. Ambos comienzan una carrera por la supervivencia.

La angustia es la principal sensación que circunda todo el metraje, se palpa en la desesperación de Ryan que trata de aferrarse a caños, escotillas y cualquier objeto que le permita extender el aliento, aunque sea unos momentos más. Esta sensación se amplifica en las situaciones más arbitrarias pero dramáticamente necesarias, por ejemplo en la escena de la pequeña nave que queda atascada por un paracaídas o en la que se descubre la falta de combustible. Si Cuaron confía en el primer acto en su universo retórico (especialmente por el mencionado uso del plano secuencia) necesita luego, como el personaje de Ryan, agarrarse bien fuerte de las estructuras narrativas para transitar firmemente por una historia que le suelta la mano a la fuerza visual que tenía la película hasta este momento. Más allá que el relato (y su devenir) quiera correr del centro al tratamiento visual, el director se las ingenia para mantener el poder que tienen sus imágenes en el umbral de su película. Además del uso del plano secuencia, como vedette de esta estrategia, aparece en un par de oportunidades el recurso de la cámara subjetiva y el paneo de una cartilla de diversos colores con los que se muestra al planeta Tierra, sin embargo el mayor aliado del intento por transferir todas las sensaciones de los personajes es el uso pertinente del 3D. El formato que no es nuevo, pero que tuvo una ebullición hace más o menos un lustro, casi siempre es usado con fines estrictamente comerciales antes que artísticos, si bien Warner vio con ojos de dólares esta decisión de Cuaron, la verdad es que la dimensión que cobran los cuerpos y objetos que flotan, sumado a una profundidad de campo explotada por el tamaño de los planos, permite establecer una experiencia casi inédita con el espacio exterior.
Como consecuencia de la proeza técnica, la angustia se cuela en forma de vector y aplasta a un relato que busca salir victorioso -en representación del Hollywood mercader-. Ese hormigueo constante se toma, apenas, un par de recreos y en ellos el director inyecta citas y metáforas sobre la vida, la muerte y el renacer: la posición fetal de Ryan en la estación rusa (recuerdo de 2010 el año que hicimos contacto, film que sirvió para “explicar” 2001 de Kubrick) luego de sacarse –literalmente- todo el peso del traje, en clave oportunista aparece también el recuerdo de su pequeña hija fallecida y una comunicación cruzada con China en la que un hombre le canta a un bebé. Cuaron en ningún momento siente que el orden de la historia sabotee su plan grandilocuente del uso de la imagen, de los movimientos de su cámara y del 3D, todo lo contrario, se siente a gusto y maneja las riendas de su monstruo que lo llevan hasta las fronteras de lo cursi y de lo chato en cuanto a sentido construido. Los diálogos, que aparecen tensados, están puestos para subrayarle al espectador aquello que no comprende, como si fuera un turista espacial, que lo es porque todo el aparato retórico visual tiene un único fin y ese es el de vivir los hechos, las situaciones y los acontecimientos a la par del tour de force de la Dra. Ryan Stone.

Gravedad es la antítesis de Una aventura extraordinaria (esa película que se estrenó a principios de este año) que creaba digitalmente personajes y un mundo que interactuaba con el único personaje de carne y hueso. Todo el universo visual de la película del director de Niños del hombre tiene su piedra angular en la posproducción pero, a diferencia del film mencionado de Ang Lee, no expone los hilos ni los trucos de la digitalización. En Gravedad, lo que se ve pertenece a un mundo comprobable, incluso si no existiera, su verosímil tiene una demarcación solida, sustentado por el realismo de los objetos que componen cada plano.  No importa si estamos en el medio del vacío negro del espacio o en el interior de una estación espacial.  En un año en el que la ciencia ficción intentó salir a flote, con títulos de medio pelo (Oblivion, Elysium) un film de science fact -como es este- es el que ocupa su lugar. Si bien aquí la ciencia es real, la imposibilidad de viajar al espacio exterior hoy por hoy se aplica al 99% de la población mundial, así y todo Gravedad, durante una hora y media logra lo que ninguna otra película; vivir en clave sublime la experiencia de estar en el espacio exterior... sin levantarse de la butaca de una sala de cine.


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