Atando cabos
por José Tripodero
Dirección: Marc Foster
Guión: Matthew Carnahan, Drew Goddard, Damon Lindelof sobre una novela de Max Brooks
Fotografía: Ben Seresin
Montaje: Roger Barton, Matt Cheese
Música: Marco Beltrami
Intérpretes: Brad Pitt, Mireille Enos, Daniella Kerstesz, Fana Mokoena
El universo zombi parece ser de los
más deglutidos, regurgitados y revisitados a más no poder, sin embargo el éxito
de esta empresa -que vuelve sobre el tema- dirigida por el medio pelo Marc Forster radica en dos cuestiones
principales. En primer lugar, la perspectiva; el lugar desde el cual se posa la
historia y ese es el de descubrir las causas del brote de una pandemia que se
propagó en tiempo récord y, además, arribar a una cura inmediata. El género
siempre halló comodidad en las historias sobre pequeños grupos de resistencia,
casi desconectados del mundo a excepción de transmisiones radiales o televisas
de emergencia, las cuales operaban como la descripción de un fuera de campo
inmenso. De alguna manera “el cómo” –que es lo fundamental cuando se trabaja
con géneros- se conecta con la segunda cuestión, que es la de la globalización.
Este factor, que además de ser marketinero cinematográficamente, también
propone un aroma a novedad por tratar de amplificar los focos de desastre, ya
que el protagonista Gerry Lane (Brad “carisma” Pitt) un “investigador” de la
ONU debe recorrer medio mundo para hallar al paciente cero y así una esperanza
para detener el exterminio.
Guerra Mundial Z, a pesar de las cuestiones principales mencionadas que le dan un aire
fresco al género, descansa en la acción, la aventura e incluso en el thriller.
El terror aparece edulcorado, hay mucho plano corto en las escenas de mayor
tensión y un escaso gore, a contracorriente de lo que es una de las marcas más
evidente en el cine zombi. Esta decisión tiene una sola finalidad y es atraer a
un público masivo que no esté condicionado por la calificación. Esta
estrategia, que salpica de manera directa a los aspectos artísticos, está
encadenada al factor global de darle la bienvenida a la mayor cantidad de
países posibles. Así también funciona el relato, se encadenan los eslabones
dramáticos como en un film de espías que gira alrededor del mundo, cada parada
tiene una razón de ser para poder ensamblar todas las piezas del conflicto. La segunda escala, en Israel, es la de la meseta porque el protagonista sólo encuentra allí una
solución que resulta provisoria, la de la construcción de muros para impedir el
avance de los infectados. Las múltiples lecturas sobre esta idea cuasi racista pueden hacerse sin la necesidad de ver el film. El desmadre de tal pavada (narrativa) fue la que el estudio
usó para vender el film como si se tratara de la segunda parte de La caída del Halcón Negro, a través de uno de los trailers que incluía una serie
de planos de helicópteros y tiros a mansalva. Pero esta película es así, es un poco
de todo y de la ensalada genérica se rescata un entretenimiento casi retro, en
el que se maneja el tiempo de la imagen y no la alteración de ella para
desnudar los instrumentos compositivos. Si bien los planos generales de hordas
de zombis y ciudades prendidas fuego tienen una gestación digital, la presencia
de esos elementos no conduce a un descreimiento de la imagen, sino todo lo
contrario.
Hacia el final se recurre al concepto de encierro (otra característica del género con la que se coqueteó) pero en clave thriller: el tiempo apremia y las chances para encontrar la cura son pocas. Más allá de ciertos cuestionamientos sobre la movilidad inusitada que tienen estos infectados, la idea de una epidemia es más fuerte que la de muertos que reviven para comerse a los vivos. Dentro de este universo apocalíptico que ha sabido construir un verosímil particular en diferentes lenguajes (cine, TV, literatura, comics), el desenlace de Guerra mundial Z se aloja en un sentido realista en conjunción con la fotografía y el tratamiento serio, que hace recordar a la reciente Contagio de Steven Soderbergh. Licencias indecorosas relacionadas con el nacimiento de un mal (ya sea una pandemia, terroristas o movimientos políticos), que siempre tiene lugar en el tercer mundo aunque los únicos capaces de resolverlo (o aniquilarlo) están en occidente, confabulan con el dinamismo y ese olorcito a cine de los 90 que rodea a este film plagado de problemas en su producción pero que muy poco se evidencian en su resultado final.
Hacia el final se recurre al concepto de encierro (otra característica del género con la que se coqueteó) pero en clave thriller: el tiempo apremia y las chances para encontrar la cura son pocas. Más allá de ciertos cuestionamientos sobre la movilidad inusitada que tienen estos infectados, la idea de una epidemia es más fuerte que la de muertos que reviven para comerse a los vivos. Dentro de este universo apocalíptico que ha sabido construir un verosímil particular en diferentes lenguajes (cine, TV, literatura, comics), el desenlace de Guerra mundial Z se aloja en un sentido realista en conjunción con la fotografía y el tratamiento serio, que hace recordar a la reciente Contagio de Steven Soderbergh. Licencias indecorosas relacionadas con el nacimiento de un mal (ya sea una pandemia, terroristas o movimientos políticos), que siempre tiene lugar en el tercer mundo aunque los únicos capaces de resolverlo (o aniquilarlo) están en occidente, confabulan con el dinamismo y ese olorcito a cine de los 90 que rodea a este film plagado de problemas en su producción pero que muy poco se evidencian en su resultado final.
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